Una mesa y dos cervezas sobre una tabla redonda, pequeña, en su expresión más íntima. Nada más honesto y claro que eso anticipaba una casualidad con necesidades e intenciones todavía distantes.
En la mesa dos mundos maduros, profundos, con muchos kilómetros de territorios claramente definidos, pero todavía con tantos más de distancia por andar, descubrir y encontrar.
A ellos les vino la noche, y con la noche otras rondas. Algo de fuego ficticio en chimeneas de piedra y una guitarra de acordes dispares que buscaba dar el toque de fondo perfecto.
-"Pidan su canción" dijo el hombre tras la guitarra de madera opaca, un prestidigitador que debió terminar en la música tras descartar otras tantas maneras de ganarse la vida.
- "El Hombre del Piano, El Hombre del Piano"-, solicitaba el único otro tablón con asistencia en aquel jueves taciturno que hacía de todas las cosas una posibilidad. Hasta el artista en las tablas se sentía en la gloria, y subía el volumen de sus notas emocionadas entre escasos y alicorados aplausos.
Poco después, ante el descarte, ante la estrechés de las opciones, vino la atención: -"Ustedes, la mesa de allá, pidan su canción, pidan su canción"-... y surgieron las risas... y ante la demora en la decisión, la petición se hizo conversación, y un hombre anciano que formaba parte de esa otra mesa sugirió lo prematuro, lo imposible en aquella escena bizarra de acordes perdidos, de tantas sillas vacías que planteaban la intención de atender a tantos que fueron tan pocos en esa noche.
- "Pidan la canción, en serio, una para enamorarla", insistía la euforia, respaldada por la guitarra, por el desconcierto.
Y mientras ellos se iban, el hombre anciano en la mesa, apenas audible, seguía elucubrando su visión de esa pareja, que mientras salía, él la veía a punto de tomarse la mano, de declararse una promesa con la mirada y tomar un tiquete de tren conjunto. Luego, sin detenerse, sin tener nada más en sus vidas que el amor, viajarían por las tierras y los mares, por las planicies y los bares, dedicados a la potencia misma de sus deseos, de sus antojos, de sus infinitas posibilidades de vivir un momento que era para siempre.
Pasando tan felices podrían venir los años pero no importaban, porque eran inciertos en medio de un tiempo que no transcurría, que siempre parecía insuficiente cuando se encontraban los dos, cuando caminaban descalzos por la playa, que era cualquier lugar en que estuvieran juntos y pudieran verse a los ojos por un instante, siempre con el sol de fondo, o la luna, o la lluvia y las estrellas... todo según el momento y la oportunidad.
Y todas las cosas entonces, las que él pudo lograr y las que nunca fueron, en esas dos almas que se desvanecían bajo la noche y que vivirían para siempre en esa historia poderosa y brillante hecha cierta en el terreno árido de aquel, cualquier, lugar.
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