Aunque veo sus rostros me resulta imposible recordar la última vez que los vi. Siquiera la primera. No los conozco, independiente de que quieran engañarme con su sonrisa nacarada. En realidad, ahora que lo pienso, eso es lo que más odio de estas tardes de reuniones familiares en las que todos me saludan como figuras de vitral coloridas y carentes de detalle.
No puedo esperar para que la lectora de los ojos canela pase de las primeras diez páginas y me permita avanzar esta parte de la historia de una buena vez por todas. Que desasosiego ver como comienza una y otra vez y luego abandona el libro para dejarlo de nuevo en el estante o en cualquier otro lugar sin marca alguna de página, párrafo o sección. Padezco, claro, entre tanto, atrapada en un loop literario que sucede a su complacencia, sin saber si seré capaz de recordar o identificar a las criaturas de barro que desfilan ante mis ojos.
Ella, por supuesto, también sabe que ha leído las diez páginas tantas veces como noches lleva en este lugar, pero, al igual que yo, es incapaz de recordar a los personajes que dibuja su imaginación en el camino de las letras y comienza de nuevo con la esperanza de re-conocerlos, de poder conversar con ellos y refrescar su memoria.
Por mi parte, quisiera tumbar la vela del cumpleaños, desatar el fuego y purificar la escena; dejar de vivir el incendio en mi memoria y hacerlo realidad literaria. No obstante –de ahí que sepa que soy un simple argumento– estoy atrapada en el libreto, en la misma escenita de muebles caoba saturados de globos satinados y papel de color.
Me queda la esperanza perpetua, infinita y certera de no ser la única maniatada por la repetición que trae el olvido, lo que me deja pensar que tampoco soy la única al borde de encender las llamas y desatar el infierno que padecemos entre las líneas de la algarabía ajena.
Feliz cumpleaños criatura, feliz cumpleaños a ti mientras a mí me llega la hora de nacer.
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